El autoengaño educativo

¿Cuánto perdió la Argentina en este año sin aulas? ¿Qué perdió?

Si nos atenemos a las reacciones políticas y sociales, poco y nada. Las marchas pidiendo que los maestros y los chicos se encuentren en las aulas fueron dispersas y con escasa concurrencia. El parlamento jamás se reunió para tratar el tema y ningún juez dictaminó que la educación es un servicio esencial. El poder ejecutivo lo negó desde el principio.

Para la Argentina, oficialmente, educar no constituye un servicio prioritario.

Puede que, al principio de la pandemia, cuando no se sabía nada, se justificara dejar a millones de chicos sin el aprendizaje indispensable. Pero hace un par de meses que sabemos. Los mayores y mejores epidemiólogos del mundo, validados luego por la tardía Organización Mundial de la Salud, concluyeron en que no había razones para mantener a los chicos lejos de la escuela. No están allí los contagios. Al menos no en cantidad suficiente como para que peligre la salud general de la población. Cuarentenistas duros como Angela Merkel llegaron también a esa conclusión.

Si no hay una justificación sanitaria para el divorcio entre el aula y los alumnos, ¿hay una justificación pedagógica para sostener que la virtualidad reemplaza la presencia? Definitivamente no. No sólo que, en Argentina, cientos de miles de chicos no tuvieron un minuto de clases de ningún tipo, sino que otros cientos de miles recibieron instrucción incompleta. Podemos autoengañarnos. Sabemos que hay docentes y alumnos que lograron remontar la cuesta compleja de la conectividad, los recursos tecnológicos, el espacio físico, y sacaron adelante el año, o algo muy parecido. Pero también sabemos que la mayoría accedió en forma totalmente parcial y escasa a los contenidos. Nadie puede asegurar que se perdió el año, porque sería ofender el trabajo agotador y a veces ingrato de buena parte de la comunidad educativa. Pero, con el mismo rigor, nadie puede asegurar que lo perdido se recuperará alguna vez.

Con 40 mil muertos por el Covid 19, que nos ubica detrás de Perú como el segundo país de mayor tasa de mortalidad en América; con una caída vertiginosa de la economía, que nos ubica, una vez más debajo de Perú, en el segundo lugar entre las caídas del PBI en Sudamérica, la educación vive su propia tragedia.

La brecha de conocimiento entre los que más y menos tienen se amplió al ritmo de la falta de wifi, de computadoras, de lugar para conectarse y de la consecuente deserción escolar. Este año hemos condenado a cientos de miles de chicos humildes a seguir limitados a trabajos de menor calidad o directamente a la ausencia de ellos.

A esta altura, resulta ocioso repetir que las naciones desarrolladas lo son porque sus ciudadanos aprendieron más y mejor. A esta altura del partido, resulta ocioso decir que la hipocresía que guía nuestros pasos considera prioritaria a la educación en los discursos pero en los hechos la relega a la postergación eterna.

Argentina llegó a ser una de las naciones más prósperas de la tierra. Se lo debemos a varios factores, pero el central fue la idea de un puñado de gente ilustre que sostuvo que la educación debía ser universal y alcanzar por igual a ricos y pobres. Dispuso entonces una ley de educación laica, gratuita y obligatoria que convirtió a nuestro país en el primero en Latinoamérica en derrotar el analfabetismo y convertir a nuestras escuelas en un modelo para el mundo. Lamentablemente hemos desandado ese camino y seguimos rodando cuesta abajo.

Estamos mal, y vamos peor.